Relato "La Mochila", de Concepción Hernando

Le dije que era imposible, que no cabía ropa para nueve días en una mochila de 40 × 20, pero mi acompañante se empeñó en que sí, que solo era cuestión de meter lo imprescindible. Bajo ningún concepto podíamos facturar maletas y las medidas del equipaje de cabina, un vuelo bastante barato, por cierto, eran esas. ¡Un horror de aerolínea! Pero nada más aterrizar en Marrakech debíamos salir pitando si queríamos pillar coche de alquiler y llegar a tiempo para la excursión a la montaña.


Solo pensarlo me estresaba. Yo, que soy una persona de natural lenta y que necesito dar varias vueltas a las cosas antes de decidir. Necesitaba ropa de montaña, otra para callejear por el zoco, alguna elegante por si salíamos de cena, bañador y, al menos, una toallas por si nos acercábamos a la costa. En fin, una locura.


Pasé días buscando la dichosa mochila, después cavilando en lo indispensable para actividades tan diversas, hasta que, desesperada, empecé a hacer rollos con la ropa y a colocarlos dentro a presión, uno por uno. La sorpresa fue que cabía más de lo que podía imaginar. Increíble para alguien como yo, que siempre había cargado con maletones por no ser capaz de escoger vestuario.


A ver, la verdad, antes quien tiraba de los bultos era Juan. Entonces él me adoraba. Como sabía de mi rasgo obsesivo, y lo comodona que me volvía en los viajes, elegía los mejores hoteles y, según mis deseos, dejaba el itinerario bien organizado para que yo no me preocupara. Que me dedicara solo a quererle, decía. ¡Un amor!


Así fue nuestro viaje de novios. Aunque no llegamos a romper el circuito playa-hotel —en realidad, apenas salimos del hotel con la excusa de que no se quemara mi piel blanca y delicada—, y aunque en ambos sitios preveíamos andar casi desnudos, acarreamos dos maletas enormes con todo lo mío y una bolsita pequeña con lo de él. Pero estaba encantado. No sé si fue porque la habitación del Resort era de ensueño o porque yo con el calor resucito, la cuestión es que esas tierras tropicales del Caribe nos regalaron unos días preciosos.

Después las cosas con Juan se fueron torciendo. Quizá influyera el hecho de que trabajáramos juntos. Nos habíamos conocido estudiando fisioterapia. Ya en la facultad éramos uña y carne, y cuando nos casamos creímos que éramos el uno para el otro. Pero eso no duró, porque el tiempo, un mes exactamente, nos colocó a cada uno en su lugar; a él en un despacho grande y luminoso del local que compramos a medias, y a mí en otro oscuro y angosto. Toda mi protesta fue decir que, tan pequeñito, era “muy cuco”. Sinceramente, en ese cuarto me agobiaba.


Y continué agobiándome aún más cuando comprobé la poca inclinación de Juan hacia las tareas domésticas. De pronto, me vi en la vorágine de salir corriendo del trabajo para comprar comida, hacer la cena, lavar la ropa… Eso sí, él se encargó de las tarjetas de visita y las placas de la puerta de la clínica. La suya, con su nombre en letras bien grandes arriba. La mía, un letrero diminuto abajo, como si se tratara de alguien de relleno. Por eso la clientela fija empezó a pedirle citas a él y yo quedé como personal subalterno de apoyo para llevar la contabilidad y resolver situaciones no concertadas con antelación.


Lo más raro es que no me importaba cederle la fama. Más bien no me enteraba; estaba demasiado liada entre los imprevistos del trabajo y mantener el equilibrio hogareño. ¡Como para pararme en naderías! Apenas me daba la vida para ir a la peluquería o hacerme una limpieza de cutis, y mucho menos para salir de fiesta. “Ahora, lo importante es el negocio, hay que mimar a los clientes”, decía Juan.


Hasta que un día salí a la carrera, como siempre, para que no me cerraran el súper, y olvidé las llaves de casa. Tuve que volver a la clínica y ¡toma planchazo! Juan estaba mimando demasiado a una clienta asidua, una de esas con fibromialgia y contracturas perpetuas. No pude más. Nos separamos. Y, por supuesto, abandoné la clínica. Y mandé quitar la placa con mi nombre minúsculo.


Todavía no me ha devuelto la parte que invertí en el negocio; dice que por ahora no puede, así que ando bastante pillada de dinero.


Tras varios meses, he conseguido trabajo en otra clínica de fisioterapia, una cadena que, como todas, intenta exprimir a sus empleados. Por supuesto, no dispongo de ninguna placa personal en la puerta de mi sala. El logo de la empresa y punto. Pero estoy contenta porque, aunque han sido algo reticentes, por fin me han dado diez días de vacaciones por mi nuevo matrimonio. Mañana voy al juzgado a formalizar la relación con un biólogo ecologista y montañero de pocas palabras, que no hace planes porque solo vive el momento presente. Menos mal que me previno de que me preparara para el frío. He investigado y creo que arriba, en el Toubkal, hay bastante nieve. De lo que hagamos después no tengo ni idea. Él tampoco.


Así que aquí estoy, con la mochila de 40 × 20, lista para otro viaje…¿de novios? ¡Ay, madre! Acabo de darme cuenta. Creo que también necesito protección solar. ¡Por Dios, que me quepa un tubo de crema!

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